Y con gracia, bailaban en sus manos recias, los cinco piñones por la ventana del muelle y parían la melodía de luz de la carraca, que hacía relamerse de gusto los pensares del chaval.
Se abría ahora y con reverencia, un hueco entre la faja de retorta con que se guardaba la riñonera y la camisa de diario. El notar su presencia, de seguro que le ablandaría aquel resquemor, que aunque no lo confesaba, le recomía por dentro, de pensar en poner los pies en aquel alto, laberinto de amores prohibidos, calles y goces encenagados, chulos y rameras entre vahídos de alcohol y vicio, que apenas conseguía dibujar en sus sueños solitarios, de mozo apenas estrenado.
Empezó a subir cada mañana. Los primeros días, servía primero en las casonas de siempre, donde las criadas bajaban presurosas en cuanto escuchaban su pregón. La calle Albarderos, la de la Caba y luego agarrando la de la Estrella, cuesta arriba, mientras dejaba atrás los puestos de los hortelanos y los “valdeangueros” que voceaban su género al amparo del Mercado de la Plaza, se llegaba a la calle Desengaño, donde se abrían las puertas de los burdeles y las casas de tolerancia.
A la altura del Pozo de la Nieve la vio por primera vez. Bajaba las escaleras desconchadas del lupanar, casi dormido a esas horas, en que la oscuridad hacía poco que le había dado la razón al día. Balanceaba las caderas generosas, entre la bata rameada que de buen grado la tapaba. No era la cualquiera, tan hermosa como sus ojos la veían, ni siquiera se le dibujaba en el rostro aquella sonrisa, que respiraba el chiquillo con más gusto que el agua fresca, pero es que los calores primeros de esas edades eran así, sin fuste ni tino, pero ardores al fin y a la compartida. A veces, incluso la navaja llegaba a sentir la quemazón que le bajaba al mozo desde la mitad del pecho hasta la bragueta, que se revolvía sin querer. Rosario se llamaba la fulana, que lo escuchó decir él a otra de las “querindongas” cuando desde la ventana le metía prisa para mezclar la leche con recuelo y echarse a dormir, que ellas llevaban la vida del revés.
Texto Pepi González Cuesta. Fotos José Mª Mondéjar en el taller de cuchillería Roncero.
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